Empezamos como empieza todo el
mundo, con miedo a lo desconocido, sin saber a qué nos enfrentábamos, sin saber
si iba a ser un rato, un “para siempre” o un “hasta nunca”. Tampoco sabíamos qué
podía significar o que podíamos sentir. Empezamos con ganas, construyendo algo
que no se sabía hacia donde iba. Pero iba, eso estaba claro.
Ahora, después de todo este tiempo,
seguimos igual que al principio. Sin saber absolutamente nada, sin querer
entendernos ni escucharnos, sin necesitarnos el uno al otro para respirar. No sabemos
si ir o venir, si hablar o no hablar, si sentir o no sentir. Por lo menos yo.
A veces pienso que tú tienes todas
las cosas claras, que las has tenido todo el tiempo, que así como vienes tan
embaucador como de costumbre te vuelves a ir en un silencio que para mí suena a
tormenta. Así son las cosas y no sé desde qué perspectiva mirarlas. Tengo claro
lo que pasa. Llegas con pasos de gigante en la Luna, como si no hubiera mañana
para después desaparecer sin dejar rastro durante quién sabe, a veces son 2
semanas, otras 9 horas y otras 8 meses. Pero siempre vuelves.
Y yo sigo esperándote, y mira que
me niego a admitir que me has calado hondo, que estás hasta en el más diminuto
de mis huesos y que circulas por mis venas.
Y es que hay veces que lo he
sentido. Eres como un terremoto que llega a mí para invadirme, deshacer cada
pilar de mi vida haciendo temblar hasta el más estable de mis edificios. Que
llegas y pones mi vida patas arriba, pero que si no estás no sé cómo hacerlo. Y
pensándolo bien y con calma, los dos sabemos que realmente nunca has estado.
Siempre has estado en un baile infinito entre besos que sabían a veneno y
despedidas que mortificaban, en un sinfín de caricias que nunca terminan pero
que activan hasta el más ínfimo de mis sensores. Y que me miras y se derrumba
todo, el exterior no importa y el tiempo tampoco.
Que me miras a los ojos y te miro y
los dos sabemos que no nos estamos mirando otra cosa que no sea el alma. Porque
recorren por mi cuerpo miles de sensaciones que hacen estremecer a cada célula
de mi cuerpo. Que me tocas y algo se activa, algo complicado, algo que me dice que
eres tú mi motor, el que hace que me dé cuenta de lo muerta que he estado en tu
ausencia comprendiendo que no se siente tan fácilmente.
Sonríe. Harás parar mi mundo. Me
quedaré embobada mirándote el tiempo que haga falta y sonriendo como si no te
estuvieras dando cuenta de que me están temblando las piernas como si estuviera
bailando claqué.
Y que sí, que tienes razón, que la
gente tiene razón. No eres normal. Todo el mundo lo sabe, tú también, yo
también. Y aquí estoy, escribiendo algo que no te llegará nunca y en el caso de
que lo haga, no te molestarás ni en leer.
Pero después de todo, después de
todo el tiempo y después de cada fracaso contigo sé que no va a cambiar nunca,
que estamos en un círculo vicioso que es eterno. Y que siendo sincera, me
quedaría una eternidad contigo siempre que tú te quedases conmigo. Pero estoy
despierta, aunque muerta cuando no estás, y sé que todo esto es tu juego
perfecto, que te apetece entretenerte y que yo siempre te he dejado hacerlo. Entiende
que me encanta tu juego, que lo jugaría hasta en el infierno, pero no me lleva
a nada. Yo ya he comprendido que no puedo odiar al jugador.
Con esto no quiero decirte otra
cosa que Adiós para siempre. Va siendo hora de que coja las riendas de mi vida
y no me deje llevar por tus fichas de parchís. Que si te cruzas conmigo no me
mires, que si te apetece hablarme te contengas, que si te apetece jugar cambia
las reglas. Que ya no me interesa esto y nunca más lo hará.
Una última cosa, tengo que
reconocer que no sé a qué se deben todos mis sentimientos. Supongo que será
algo que he ido construyendo poco a poco en mi interior en soledad, sin tu
ayuda, y así me he quedado: sin ti.
Por esto, te quiero. Lo hago y
siempre lo haré.
Sólo me queda aprender a vivir con
ello.